"Quiero tener un hijo contigo" afirmaba constantemente Alba. "Estás loca" era mi respuesta. "En serio, sólo quiero tener un hijo tuyo, te juro que nunca voy a pedirte nada" insistía.
Alba había entrado a los treinta y tantos, y estaba convencida de que jamás se iba a casar. Su espíritu rockero y la vida al lado de su madre, abandonada por su marido después de veinte años de matrimonio y siete hijos de por medio, era lo que le generaba esa clase de pensamientos.
Por eso, ante el temor de quedarse sóla, es que tuvo la peregrina idea de que le diera un hijo para que le acompañara en su madurez.
Por supuesto que, con toda la firmeza que mis dieciocho años me permitían, me negué. Y además evité tener sexo con ella fuera de los periodos en que un embarazo hubiera sido un milagro. Hasta que un día me dio la noticia de su gravidez, aunque se negó rotundamente a decirme quién había sido su víctima.
En su casa, para evitar que me atribuyeran la paternidad del bebé, llevó a un compañero de la escuela de teatro en que estudiaba. Él fingió ser el padre de la criatura y hasta pidió la mano de ella. Debió ser muy mal actor porque la mamá de Alba lo despachó sin contemplaciones, no se tragó el cuento y siempre ha pensado que su nieta es mi hija. Para acabarla de chingar la niña se parece a mí.