Morirse es integrarse al silencio. Es formar parte del caos que se hunde en un instante. Y sin embargo, morirse es adictivo. Conozco a varios que mueren día a día. Hora tras hora. No tienen nada mejor qué hacer más que morirse. Lo gozan y lo saben.
Son ajenos a sí mismos, son la voz de los lamentos. Imagen de la saña con que describen sus reflejos. Hablan de todos y de nadie. Pasan las horas mirando a los otros y se olvidan, como se olvidan las promesas. Y si se miran, si acaso se miran, sólo miran morirse sin remedio. Resignadamente. No les importa. Prefieren morirse a pensar un instante en ellos mismos. Temen. Morirse es más sencillo.
Mientras intento escribir en mi vieja lap, pasan a mi lado: caminando con sus pies de muerto. Y su andar de muerto. Y sus ojos de muerto que se meten hasta el fondo de mis letras. Y yo tomo con fuerza la taza de café que aún expele su calor al cielo. Y los miro de reojo intentando no fijar la vista porque si se sienten observados podrían revivir. Sólo para morir nuevamente.