La única caída que recuerdo haber tenido fue en el volcán, el poderoso Don Goyo. Era una excursión como de la Familia Burrón.
En autobuses escolares, nos trasladaron del Palacio de los deportes al portentoso Popocatépetl. Un viaje lleno de contrastes, pues por una parte estaba contento de que iba toda la familia pero también inquieto porque iba la mitad de la colonia. Entre ellos, mi vecino el que tenía como meta en la vida crecer lo suficiente para asaltar la conasupo. Se la peló, porque algún funcionario que habrá sospechado de sus intenciones desmanteló la paraestatal antes de que él tuviera el tamaño adecuado para la mision. También iba el Mike, famoso por ser piromaniaco.
Hicimos un alto en Amecameca, un municipio en las faldas de los volcanes, donde en un mercadito, algunos de los excursionistas desayunamos quesadillas y atole. Mis vecinos se dedicaron a robar artesanías: jarritos, cazuelas, baleros, hasta un comal. En serio eran buenos.
Por fin llegamos al Popo. La primera impresión que tuve, a mis escasos siete años, fue la grandeza del volcán. Empezamos a subir cargando la olla de tamales, un bracero con comal, masa, guisados, tacos de canasta, garrafones con agua, ollas para poner café y lo que jamás ha de faltar en una actividad familiar: guitarras. En fin, éramos alrededor de cien personas subiendo en carvana.
Cuando llegamos a la zona de nieve, los adultos decidieron que ahí se hiciera el campamento, armaron el bracero que llevaba doña Josefina, el cual por supuesto jamás pudo ser usado, pues cuando querían prender el carbón, caía una buena dosis de aguanieve que lo apagaba. Hicimos una rueda enorme, todos sentados y comimos, mientras mi padre y mis hermanos cantaban con sus guitarras.
Entonces, sucedió. Mi piel comenzó a ponerse verde. Aunque yo no le daba importancia - jamas he sido de apanicarme ante algún cambio de mi cuerpo - muchos se alarmaron. Alguien dijo que era el mal de montaña y que debían bajarme. Por lo que mi padre y algunos amigos de mis hermanos me escoltarían hacia abajo. Así que cargamos con lo que cada uno había subido e iniciamos el descenso.
A mí me había tocado encargarme de una guitarra, así que la llevaba en el hombro. Mientras bajábamos observaba la nieve. Y me llamaba la atención que alguna hierba crecía a pesar del frío. En uno de esos recovecos, di un mal paso y allá fui a dar. Resbalé alrededor de 15 metros lareda abajo. La verdad no me dolió mas que el orgullo. La nieve amortiguaba mi caída.
Cuando me detuve volteé hacia el camino por donde veníamos para ver si acudía alguien en mi ayuda. Y efectivamente, mi padre ya bajaba a toda velocidad por la nieve, haciendo equilibrio para no caer. Pero para mi asombro, pasó de prisa junto a mí, me recriminó con su mirada y siguió bajando. Su guitarra había caído unos diez metros más abajo. Fue a su rescate.
Tal vez esa mirada me marcó. Por una parte, nunca volví a tomar una guitarra con el mismo sentido de antaño, y por otra, nunca volví a caer. Acaso un tropiezo, pero perder la vertical, jamás.