martes, 15 de octubre de 2013

El Saturno

El Saturno
—Sólo los pendejos tocan el claxon, me dijo El Saturno. —Si vas a rebasar, hazlo, porque no hay peor pendejo que el que va atrás de un pendejo.

El Saturno era líder de escoltas de un delegado en la Ciudad de México, y yo era un pinche sin quehacer al que estaban enseñando a manejar agresivamente para circular en chinga por las caóticas calles citadinas.

Planeábamos robar una gasolinera de la calzada Zaragoza y de acuerdo con el plan, yo sería el encargado de conducir y llevar a salvo a la banda. El Saturno no manejaba porque era el más diestro en amagar e inmovilizar a los despachadores. Además por su corpulencia y voz recia impresionaba desde el primer contacto.

—Nunca hagas que un carro se enfrene bruscamente, no queremos tener incidentes ni llamar la atención.

Por la radio oficial avisaron que el delegado estaba listo para salir en diez minutos. Me ordenó que me orillara para cambiar de posiciones. Él manejaría para llegar en menos de diez minutos hasta el edificio delegacional. Estábamos a cerca de veinticinco kilómetros de distancia merodeando la gasolinera de la Zaragoza. Efectivamente, llegamos en ocho minutos. Todavía antes de llegar se dio tiempo para que yo bajara del auto en la parte trasera de la delegación.

Como yo no hacía nada,  ni estudiaba ni trabajaba, todos los días salía del barrio, donde conocí a El Saturno, y me iba a esa delegación a perder el tiempo. Como el delegado tampoco hacía mucho, El Saturno no tenía trabajo, así que nos la pasábamos perdiendo el tiempo todo el pinche día. Él se metía coca cada media hora, mientras que yo tomaba tequila con refresco de toronja que vendían en lata. En medio de tanta pendejada planeábamos cómo salir de pobres.

El Saturno era todo un caso —no sé por qué mis amigos siempre son un caso— estaba casado con la secretaria de un juez del registro civil con la que vivía en una casa a las orillas de Tláhuac, no tenían hijos. Pero también estaba casado con La Güera. Una chica que vendía zapatos y ropa por catálogo. Con ella vivía en un departamento cerca del Panteón Civil de Iztapalapa. Tenían una hija. Lo cagado era que con cada una vivía quince días. No sé cómo le hizo pero las tenía convencidas de que su jefe, el delegado, estaba quince días en la ciudad y quince días de gira porque quería ser candidato al gobierno del Distrito  Federal y como él era el jefe de escoltas, tenía que acompañarlo. Así que era perfecto, cuando estaba en la ciudad con una, avisaba a la otra que andaba de gira. Y viceversa.

Cuando bajé del auto El Saturno me pidió que pasara por su departamento en la noche. Era viernes y mientras daba la hora me fui a un deportivo a dar el rol. Francamente no pasó nada interesante. A las 7 me fui al departamento. Supe que ya había llegado El Saturno porque afuera estaba su nave. Un New Yorker plateado disfrazado con una antena para parecer de judicial. 

La Güera era una chaparrita, menudita, guapa y muy franca, simpática. Todo lo contrario a la otra mujer de El Saturno, quien ni siquiera le permitía invitar amigos a su casa. Nos dio de cenar y pasamos a la salita donde tomamos tequila y cerveza. Yo tequila, ellos cerveza. El Saturno además se metía coca a manos llenas, se atascaba y seguía tomando. Oíamos música de banda, que le gustaba a El Saturno, y comíamos chicharrones con salsa picante. Hablábamos pura pendejada, nada coherente, pero parecíamos muy divertidos.  La Güera había dejado a su hija en casa de su mamá. Reíamos como locos aunque no decíamos nada gracioso. 

Casi daban las tres y media de la mañana y El Saturno se había terminado el polvo, así que muy pronto el alcohol hizo su trabajo, se estaba jeteando en el sillón. Yo apenas andaba medio pedo porque mi organismo procesa muy rápido el tequila. La Güera también estaba hasta la madre, pero puso un disco de salsa y me dijo que bailáramos. Durante el baile me decía que al pinche Saturno no le gustaba bailar y que a ella le encabronaba porque siempre se tenía que quedar sentada en las fiestas, cuando la llevaba, porque además, ni siquiera la dejaba bailar ni con sus parientes. Qué bueno que viniste hace mucho no bailaba, y cómo me hacía falta. Se recargaba en mi pecho y yo la noté un poco rara. No se me hacía normal estar bailando con la mujer —con una de las mujeres— de mi amigo, mientras él roncaba en el sofá. Me separé de La Güera y ella me jaló con fuerza. ¿Por qué me sueltas? creo que ya estás peda, mejor me voy yendo. No me dejes sola, El Saturno ya está noqueado, y yo qué voy a hacer con estas ganas. Se me apretaba fuertemente y ponía sus labios en mis brazos. Mira Güera, eres la mujer del Saturno, no te voy a coger. ¿Le tienes tanto miedo? Lloraba y se reía, pero no me soltaba, seguíamos bailando. Si le tengo miedo o no, es mi asunto. Pero no te voy a coger. ¿Tú crees? Se me colgó del cuello y me plantó un beso húmedo, sexoso, de esos que cuando te los dan no terminan hasta que la penetras, hasta que estás dentro de ella. Le agarré las nalgas, la apreté contra mí y le volví a decir, pinche Güera no te voy a coger, pero si quieres apúntate con unos besotes. La tomé del cabello y la obligué a arrodillarse. Me bajó el pantalón y no paró hasta que me vine en su boca.

Me salí del departamento, El Saturno seguía roncando. La Güera había ido al baño a limpiarse y yo aproveché para salir de ahí.

Me desaparecí por varios meses de los rumbos de aquella delegación. El Saturno a veces iba al barrio y preguntaba por mí. Nadie le daba razón. Yo me busqué un trabajo y me ocupaba buena parte del día en encontrarme.

Un día me topé a El Saturno caminando por el barrio. Andaba con una caguama en la mano, se veía jodido. Me preguntó por qué me había desaparecido, le conté que me puse a trabajar. Le pregunté cómo andaba todo y me dijo que acababa de dejar a La Güera, porque le ponía con un vecino. Que cuando se enteró la encañonó con la cuarenta y cinco. La puso sobre su cabeza, cortó cartucho, pero no la pudo matar. Sacó la bala de la recámara y se la dio. Le dijo aquí está tu vida hija de la chingada. Al vecino le dio dos balazos. No supo si vivió o murió. Sólo atiné a decirle,  pero todavía tienes a la otra, no hay pedo. Nunca la quise y me trata de la chingada.

Se apretó la chamarra de los raiders, caminó hacia el otro lado del barrio, aventó la botella de caguama vacía y la estrelló en la pared de una escuela. Se despidió y antes de doblar la esquina me gritó, de veras cabrón, ¿cuándo vamos a robar la gasolinera?

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Que sabe a manzana

El sabor de un lejano recuerdo me amarga la boca. Se apropia de mi lengua y de mi garganta. Inútilmente pretendo expulsarlo usando un enjuague bucal que sabe a manzana.

Me mareo cada vez que los bloques de recuerdos encuentran el sitio de donde fueron extraídos, extirpados con una cirugía fina en manos de un inexperto doctor de barrio. Suenan las alarmas, los ojos se borran, los latidos le recuerdan al corazón que la sangre debe circular y éste obedece, manso, dócil. Las nubes bajaron del cielo y se alojaron en mis pupilas. La casa —esta casa de siempre— se mueve a cada abrir y cerrar de ojos. Intenta confundirme entre sus pasillos sin puertas.

Es una mañana sin espejos. Las palabras se construyen como un rompecabezas incompleto que rematan en una tienda en bancarrota. Cómo saliste de ahí, cómo escapaste, me pregunto mientras se integra mi noción de tiempo y de espacio. Debieras volver a tu nada original, a donde no dañas. Eres como una falta ortográfica, como un borrón en un examen. Como una marca en la nariz de un adolescente. 

Esta vez ni tus nalgas podrán salvarte. Te expulso, te veto. Te niego en la negación de lo que nunca has sido. Pasarás otros tantos años en ese mundo que escondo bajo la piel de mis manos, en el mundo que obedece al pensamiento no deseado. 

lunes, 29 de abril de 2013

Empezar

Sólo he sido fiel a mi aversión por los amores añejos. El amor eterno dura lo que tarda en llegar el otro. El nuevo. El verdadero. El verdadero amor siempre es el siguiente.

A veces despertaba y desconocía a la tipa de a lado. Y entonces iniciaba el sistema de desagüe para que se perdiera en un remolino de agua y tierra. Que llegara lejos, tan lejos en el tiempo espacio, como para que fuera imposible conocernos. No es fácil volverte ajeno a quien compartió la cama por tantos días pero lo facilita el hecho de haber apartado un poco de ti para ti solo. Ser cauto y no obsequiar tu todo.

Si me preguntas qué es lo más difícil de empezar de nuevo después de cada adiós, te diría que el adiós. No tengo dudas de ello.



domingo, 14 de abril de 2013

Derrumbes ajenos

Me gusta contarme historias que me dictan mis sentidos. A veces dedico grandes lotes de tiempo a la conversación conmigo mismo. 

Supongo que eso me ha de hacer parecer ido o idiota, cuando la gente me habla y mi mayor atención está en la trama de la historia que justo me estoy contando y no hago caso. No es sencillo reexplicarme el mundo, por eso de pronto mis inflexiones son continuas.

A ella le cagaba que yo no hablara, sobre todo cuando quería escuchar mis palabras que siempre daban en el blanco, que le herían y le hacían sentir poco menos que nada. Pero uno no está todos los días dispuesto a pisotear al otro, a veces es necesario acabar con uno mismo, antes que seguir contemplando el derrumbe ajeno. Por eso prefirió la distancia. Escogió una ruta tan larga que se acercaba peligrosamente por el lado opuesto. Ruta circular. 

Sueño

¿Y si esto fuera un sueño? ¿Y si todos fuéramos parte de una pesadilla de uno que cenó demasiadas calorías por la noche? Lo único que se me ocurre cuando llegan estas preguntas idiotas es desear con todas mis fuerzas que ya suene el despertador del desgraciado.

jueves, 31 de enero de 2013

Mientras todos duermen


La noche es el momento en que el mundo es nuestro, mientras todos duermen. El mundo que subyace al tedio, al capítulo de ayer. La noche es el espacio abierto donde uno se encuentra con los otros, los que no están ahí, los que matan el tiempo buscando entre los telones oscuros de la ciudad. De esta ciudad que se erige como una locación enfermiza para los que temen a la noche. Al saberse solos. Solos entre tantos que buscan. Al saberse muchos. Al encontrar las mismas condenas. Los mismos síntomas. Los mismos diagnósticos.

A veces uno piensa que la mejor forma de que la noche sea eterna es quebrando las luces de las farolas de la calle; y arremeto contra los focos que traicionan a la capa oscura que cae en mis rumbos.

Todos duermen y yo pienso que les sobran pesadillas y les faltan sueños, porque si los tuvieran, estarían despiertos como yo, construyendo a pasos lentos y seguros, los mundos que se sueñan. 

Soñar de otra forma no tendría sentido. Si no soñamos para definir el mundo que habremos de crear en los próximos seis días, entonces soñar es una verdadera pérdida de tiempo.