Tengo un cuaderno negro que contiene una lista de pendientes por resolver. Asuntos que he identificado como de gran relevancia por las implicaciones que encierran. De vez en cuando tengo el privilegio de ir borrando alguno de los numerosos temas, aunque han pasado varios años desde que borré por última vez.
Ahora con singular alegría he puesto una línea eliminando casi una página completa, un resultado excepcional de un trabajo inspirado.
Fin de semana, subí a mi camioneta con ganas de perderme por el mundo. Rumbo desconocido. La idea de circular sin detenerme me llevó a tierras cercanas a los volcanes. Una montaña solitaria me llamaba. Me invitaba a pernoctar en su interior. El sitio perfecto, lejos de todo Dios. Un lugar para intentar renacer.
Estacioné la camioneta en un paraje, Apagué la blackberry y la guardé en la cajuela. De ahí bajé mi tienda de acampar, una bolsa para dormir y nada más. Caminé con la ayuda de la luna, aunque me di cuenta de que cuando ésta se ocultaba mi visión seguía siendo perfecta, mis ojos se acostumbraban muy pronto a la oscuridad o mi vista se trasladó a otro sentido diferente de mis ojos. El caso es que no me hizo falta la lámpara que no llevaba, me sentía parte de la montaña. La tierra y la hierba, fueron grandes anfitrionas.
En algún momento, no sé después de cuánto tiempo de haber caminado, una planicie me transmitió una paz que, sin embargo, no me satisfizo del todo. Así que subí un poco hasta llegar a un pequeño claro, los árboles que lo rodeban formaban un círculo perfecto. Allí hice mi campamento. Armé sin dificultades mi tienda y dentro de ella extendí mi bolsa de dormir.
No quise perderme el espectáculo que es el cielo en una noche como esa, un cúmulo de luces que parpadeaban me dictaban frases que no entendía. La inquietud de tener como único compañero a mí mismo me distraía. Sólo pude tranquilizarme al tener mis pies contacto directo con la tierra. Así llegué a un estado de paz y armonía que me hizo olvidarme de que estaba yo ahí. Miraba mi alrededor como si fuera otro el que mirara. Veía la tienda, los árboles, hasta un cuerpo que me era familiar, un cuerpo vestido de negro que jugueteaba con sus pies descalzos con la tierra y que, al poco tiempo, con sus manos, empezaba a escarbar. Sacaba tierra poco a poco y el hoyo se hacía más grande cada vez.
La excavación tenía ya una profundidad relativamente grande y empecé a descargar mis demonios, como haciendo una limpieza de mi mente, tomaba cada uno de ellos y los depositaba en el hoyo, los despedía como se despide a un cadaver. Los tapaba con tierra, —ahí te quedas, de ahí no salgas. Me llevó casi la noche completa hacer ese trabajo, realmente estaba sobrecargado de basura mental. Cuando terminé, me aseguré de sellar muy bien aquella tumba. Tierra, pasto, hojas y ramas obsequiadas por los árboles vecinos ayudaron a esa tarea. La sensación de paz que me invadió fue inefable, me sentí ligero, como si mi cuerpo no estuviera en mí. Un ser renacido.
La caída del sereno me avisó que estaba por amanecer, me metí a la tienda y dormí envuelto en mi bolsa. No desperté hasta entrada la tarde. El sol apenas y se distinguía a lo lejos. Iba a anochecer nuevamente. Entonces recordé que no llevaba comida ni agua, pero también caí en cuenta que no las necesitaba, mi único alimento sería el descanso. Caminé un poco alrededor del campamento y confirmé que nada ni nadie estaba cerca de ahí. Regresé a la tienda y seguí durmiendo hasta que el sol del domingo me despertó.
Levanté el campamento y regresé a buscar mi camioneta, emprendí el camino a Tlalmanalco donde comí dos tacos de cecina, una quesadilla de carne con un litro de jugo de naranja. La marchanta, mientras me preparaba los alimentos, me recomendó no subir solo a la montaña, porque en el pueblo cuentan que ahí abundan los demonios. Le agradecí el consejo con una sonrisa amable.