Jason era uno de los cinco hermanos que vivían a lado de mi casa. Su madre tenía cierta ascendencia japonesa por lo que ellos eran conocidos como los nipones. Él se dedicaba a la compra venta de carros, compraba autos en regulares condiciones, los reparaba, les ponía los mejores rines, asientos, estéreos y listo: quedaban como nuevos, aptos para el más exigente comprador.
Cierta ocasión, compró dos camionetas ichivan en las que invirtió todo su dinero, se esmeró en dejarlas impecables y lo logró. Eran dos unidades que podían pasar como del año. En cuanto las vendiera duplicaría su inversión, era un gran negocio. Su hermano se llevó una a vender en un tianguis de carros que se localiza cerca del Estadio Azteca, antes de llegar, un auto le cerró el paso y se la robaron con todo y documentos. Mientras tanto, Jason invitó a varios amigos al billar, se fueron en la otra camioneta que dejaron estacionada justo a la puerta del bicho. Jugaron una larga partida de carambolas, tomaron cerveza y cuando salieron la camioneta había desaparecido.
Ese día perdió todo su capital de trabajo, no tenía dinero ni para comprar los pañales de su hijo que nació apenas un par de meses antes.
Todo eso me lo contó cuando me fue a buscar a casa para pedir un préstamo. Le presté dos mil pesos. Y fue la útlima vez que lo vi. Uno de sus hermanos me contó que vendió todos sus bienes y se había ido a los Estados Unidos.
Unos siete años después, desperté un domingo con la noticia de que mis finanzas eran las peores de la historia. No tenía ni un peso, el refrigerador era un pueblo fantasma. Y mi novia, que había tenido la genial idea de irse a vivir conmigo, tenía una espantosa fiebre. Temblaba de frío y sus ojos estaban hundidos, amarillos. Yo le controlaba la temperatura con compresas de agua fría en la frente y estómago, pero sabía que era urgente que la viera un médico. Yo había tenido temporadas así, de vacas flacas y sabía que de repente las cosas cambiarían, siempre pasaba. Pero ahora no estaba sólo, así que me decidí a salir a conseguir dinero a como diera lugar.
Llegué a la esquina de la calle y un auto negro con vidrios polarizados se detuvo. La ventanilla del conductor descendió un poco. Se abrió la puerta. Bajó un tipo, era Jason. Me abrazó y me dijo que me venía a buscar, que estaba muy bien en el gabacho y que quería pagarme lo que le había prestado. Me dio cinco mil pesos porque había sido el único que le había apoyado cuando más lo necesitaba. Me contó que su esposa y su hijo ya vivían en los Estados Unidos. En fin, que era muy feliz. Se subió a su auto y partió. Yo volví a casa para llevar a Sandra al médico.
Semanas después encontré al hermano menor de los nipones, le conté que había visto a Jason. Él me veía raro, entre enojado y sorprendido. Le platiqué como bajó de su coche, que se veía muy feliz. Me dejó terminar la narración y me dijo: —No mames, Jason murió al año de que cruzó la frontera. Su esposa lo enterró en Los Ángeles.
Se dio la vuelta y se fue.