jueves, 16 de septiembre de 2010

Las voces que escucho

Navegar nocturnamente en las calles de esta ciudad, frío, tequila y mujeres el premio. Mientras, trato de borrar el rastro que me sigue indefectiblemente, rastro violento que hace las noches insoportables, eternas. Mi mano esconde las marcas que la vida me ha regalado. 

No me avergüenzo de mi historia, al contrario, la cuento y la gozo, porque creo firmemente que no pudo ser de otra forma, porque entonces el yo que soy, seguramente, tendría otra concepción, otro alcance, otra actividad. Tal vez.

Tercer cantina, tequila doble. Mesas vacías, salgo, camino. Discurro entre calles oscuras, qué más da. Me oculto cuando no quiero ser percibido. Bajar el nivel de energía, nadie me lo enseñó, pero ha sido un recurso que me funciona perfectamente. Lo mismo con moros que con cristianos.

Sigo buscando el fin de la noche, para regresar a mi departamento, tomar mi vieja lap y escribir incesantemente sobre mis pugnas internas. Hasta que encuentre el adecuado aliciente que me ayude a lograr el equilibrio. Las voces que escucho me dicen que eres tú.

martes, 7 de septiembre de 2010

Diez de mayo

La conocí en el metro Bellas Artes, todos los días viajaba en el mismo vagón, a la misma hora. Rumbo a su trabajo. Coincidíamos desde la primera estación diariamente. Me llamó la atención, como siempre, que tenía unos ojos grandes, claros, una boca exquisita y su figura delgada. 

Tras varios días me dí cuenta que, de vez en vez, me miraba, coquetamente. Yo sólo sonreía. Nunca he podido entablar una conversación con desconocidos. Además que generalmente voy enfrascado en mi propio nudo de pensamientos. Con todo y eso, no me hice del rogar cuando inició una plática banal, entonces me enteré de su nombre. Rosy, que trabajaba en un taller de cromado, que vivía con sus padres y que había tenido un novio al que entregó su virginidad y enseguida la dejó. Que desde entonces, por seis años, no había tenido otra pareja. 

Bastó una salida al cine para terminar en un hotel cercano de tlalpan, no sin hacerme prometerle que la trataría con ternura, que la conduciría al placer y que me aseguraría de que tuviera por lo menos tres orgasmos. Estaba de verdad asustada por la experiencia tan desagradable que tuvo con su antiguo novio. 

Esa noche me pidió acompañarla a su casa, como era de esperarse me negué. Nunca he sido de los que gustan de conocer a las familias ajenas. La dejé en el metro más cercano y me dirigí a casa. Era diez de mayo y había que celebrar a las madres, hice lo propio llamando por teléfono a la mía, para avisarle que no iba a ir a su casa, la causa, obviamente, el exceso de trabajo.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Sus ganas prevalecían

Siempre sentí que me usaba. Tal vez porque sus ganas prevalecían en esa relación. Si ella quería sexo, hacía lo imposible por tenerlo, y yo estaba dispuesto. Cómo negarme a tal situación si realmente hacía maravillas en la cama. Tenía pleno dominio de su cuerpo y me regalaba orgasmos al por mayor. No dejaba de llamarme la atención que nunca permitía que yo iniciara con los escarceos amorosos. Ella tomaba la iniciativa o no había posibilidad de hacerlo.

Decía que le parecía muy interesante que, a mis veintitantos años, vivivera solo. Al parecer, su círculo de amigos y amigas eran hijos de familia y permanecían en casa de sus padres forever
Al poco tiempo, empezó por dejar algunas prendas en mi clóset, y se quedaba uno, dos, o tres días seguidos en mi departamento; generalmente el lunes se iba a su casa. De a poquito, aumentó la cantidad de ropa suya. Hasta que de buenas a primeras se instaló de plano. Ya le había dado una copia de mi llave, por aquellas ocasiones en que había necesidad de esperarme. El problema empezó cuando encontraba mi pasta de dientes utilizada y aplastada, sin cerrar. Qué falta de tacto, si eres invitado lo menos que debes hacer es respetar la pasta de dientes de tu anfitrión. Luego, me faltaba espacio, mis noches de insomnio no eran lo mismo con una tipa durmiendo en el cuarto.

Lo que no alcanzó a dimensionar era mi capacidad de romper con lo que me daña, aburre, o simplemente deja de interesarme. Dejé de fumar un día, así, de un chingadazo, simplemente me dije este es mi último cigarro y lo fue. También me corté el cordón umbilical de la misma forma.  Por eso no me fue difícil juntar sus cosas y empacarlas en una maleta, que por cierto jamás me regresó, llevarlas a su casa, y soportar media hora de insultos y lamentaciones. De no haberlo hecho así, ahora mismo seguiría dudando si esta noche habría sexo, o sesión de quejas y recriminaciones al mundo.