No
estoy muy seguro pero tengo la idea de que a mi hermana Zara le fue más
complicado sobreponerse a la impresión de pobreza que vivimos en nuestra niñez.
Ahora ella es una importante ejecutiva que trabaja en una empresa
norteamericana de tecnología, vive en una enorme residencia con piscina en los
Estados Unidos y a la menor provocación dice una frase: "nada de
pobrezas".
Y
es que si alguien padeció de las carencias familiares fue ella, porque era la
más dedicada y clavada con los estudios; y porque nunca había suficiente dinero
para comprar sus libros, su ropa, sus pasajes, etcétera. Mi otra hermana y yo
éramos más conchudos y sabíamos arreglarnos para andar por la vida sin que mis
padres nos proveyeran de dinero.
Cuando
entré a la secundaria empecé a vender chácharas aprovechando mi estancia en los
tianguis, donde mi madre vendía ropa usada y revistas atrasadas. Con la
obtención de mis propios ingresos, que aunque no eran muy grandes, los dineros
familiares, que se suponía me tocaban, se los cedía a Zara. Mi otra hermana
constantemente le daba también lo de su semana para que ella tuviera sus
pasajes seguros, no nos gustaba verla en la depre y en la neura porque le
faltara algo. También de vez en cuando me gustaba comprarle algo de ropa nueva.
Eso le hacía muy feliz.
Así que, con todo y los obstáculos económicos, terminó el bachillerato, ingresó a la universidad y cursó su carrera. Inmediatamente que se incorporó a la vida laboral destacó por su dominio de muchos temas que a las empresas interesaban. Tantas horas de estudio le premiaron. Así que evolucionó rápidamente. En agradecimiento, me apoyó para que terminara la preparatoria, yo la había abandonado debido a mis relaciones con gente extraña.
Entre
ella y mi otra hermana me pagaron los primeros semestres de una prepa
particular. Yo me hice de una beca casi completa a partir del tercer semestre y
pude concluirla, para que años después me graduara en mi profesión.
Por
mi parte, me sigue gustando ir al tianguis a comprar cuanta madre encuentro.
Pero ella no. Ahora compra en grandes tiendas, cosas que no le sirven pero que
le gustan, le enferma comer en la calle y prefiere los grandes restaurantes, un
lujo que los dólares le permiten.
Cuando
viene a la ciudad, evita las zonas que le recuerdan lo que fuimos, se concentra
en recorrer y tal vez conocer la parte bonita de la urbe. No la juzgo. La
quiero tanto que me llena de emoción verla tan triunfadora. Sólo que, tal vez,
le haría bien bajar, de vez en cuando, a sus raíces.