El sarcasmo se vuelve una defensa contra la indiferencia. El problema es cuando la vida te aplica la misma dosis que tú has repartido a lo largo del tiempo.
Cuando crees que has encontrado una pista y que debes seguirla porque todo apunta a que ese ser se acopla a ti, que existen coincidencias increibles, que es parte de tu mundo mágico. Y te sientes diferente, y te piensas diferente, y te comportas diferente, porque estás convencido de que lo eres.
Y te das cuenta de que tus marcas no se quitan, que te identifica ese signo que creías perdido, que pasarán siglos y seguirás etiquetado, por siempre, para siempre. El mismo. El que habías desterrado, el que debiste enterrar en una tumba de concreto. El mismo. El del espejo, el que se ríe de ti cuando dices que no tienes historia, el que te mira desde la ventana y te señala, y te acusa, y te descubre. El mismo. El que sabe todo de ti. El que se asoma cada vez que intentas dar la vuelta a la página, sólo para que sepas que te mira, que está ahí. El mismo. El que te susurra al oído tus debilidades, el que te jala de la ropa cuando vas subiendo, el que te dice que todo está perdido. El que te dicta palabras para escribirlas en un blog que nadie lee.
Y vuelves a tener esa sensación semejante a cuando volaste por primera vez y no sabías cómo bajar. Y tuviste que gritar para que no te estrellaras contra el suelo. O aquellas veces en que te urgía despertar y le llamabas a alguien para que te ayudara y no te escuchaba; y sabías que estabas dormido porque mirabas tu cuerpo en la cama. Y tenías miedo de que el día amaneciera y tú no estuvieras contigo para continuar y pensabas que entonces todo terminaría.
Pero ahora no sientes miedo por ti, sino por ella, porque sólo deseas el bien para ella, porque la amas. Y no puedes decirle adiós porque la amas y no puedes decirle que la amas, porque la amas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario