La conocí en el metro Bellas Artes, todos los días viajaba en el mismo vagón, a la misma hora. Rumbo a su trabajo. Coincidíamos desde la primera estación diariamente. Me llamó la atención, como siempre, que tenía unos ojos grandes, claros, una boca exquisita y su figura delgada.
Tras varios días me dí cuenta que, de vez en vez, me miraba, coquetamente. Yo sólo sonreía. Nunca he podido entablar una conversación con desconocidos. Además que generalmente voy enfrascado en mi propio nudo de pensamientos. Con todo y eso, no me hice del rogar cuando inició una plática banal, entonces me enteré de su nombre. Rosy, que trabajaba en un taller de cromado, que vivía con sus padres y que había tenido un novio al que entregó su virginidad y enseguida la dejó. Que desde entonces, por seis años, no había tenido otra pareja.
Bastó una salida al cine para terminar en un hotel cercano de tlalpan, no sin hacerme prometerle que la trataría con ternura, que la conduciría al placer y que me aseguraría de que tuviera por lo menos tres orgasmos. Estaba de verdad asustada por la experiencia tan desagradable que tuvo con su antiguo novio.
Bastó una salida al cine para terminar en un hotel cercano de tlalpan, no sin hacerme prometerle que la trataría con ternura, que la conduciría al placer y que me aseguraría de que tuviera por lo menos tres orgasmos. Estaba de verdad asustada por la experiencia tan desagradable que tuvo con su antiguo novio.
Esa noche me pidió acompañarla a su casa, como era de esperarse me negué. Nunca he sido de los que gustan de conocer a las familias ajenas. La dejé en el metro más cercano y me dirigí a casa. Era diez de mayo y había que celebrar a las madres, hice lo propio llamando por teléfono a la mía, para avisarle que no iba a ir a su casa, la causa, obviamente, el exceso de trabajo.