Siempre sentí que me usaba. Tal vez porque sus ganas prevalecían en esa relación. Si ella quería sexo, hacía lo imposible por tenerlo, y yo estaba dispuesto. Cómo negarme a tal situación si realmente hacía maravillas en la cama. Tenía pleno dominio de su cuerpo y me regalaba orgasmos al por mayor. No dejaba de llamarme la atención que nunca permitía que yo iniciara con los escarceos amorosos. Ella tomaba la iniciativa o no había posibilidad de hacerlo.
Decía que le parecía muy interesante que, a mis veintitantos años, vivivera solo. Al parecer, su círculo de amigos y amigas eran hijos de familia y permanecían en casa de sus padres forever.
Al poco tiempo, empezó por dejar algunas prendas en mi clóset, y se quedaba uno, dos, o tres días seguidos en mi departamento; generalmente el lunes se iba a su casa. De a poquito, aumentó la cantidad de ropa suya. Hasta que de buenas a primeras se instaló de plano. Ya le había dado una copia de mi llave, por aquellas ocasiones en que había necesidad de esperarme. El problema empezó cuando encontraba mi pasta de dientes utilizada y aplastada, sin cerrar. Qué falta de tacto, si eres invitado lo menos que debes hacer es respetar la pasta de dientes de tu anfitrión. Luego, me faltaba espacio, mis noches de insomnio no eran lo mismo con una tipa durmiendo en el cuarto.
Lo que no alcanzó a dimensionar era mi capacidad de romper con lo que me daña, aburre, o simplemente deja de interesarme. Dejé de fumar un día, así, de un chingadazo, simplemente me dije este es mi último cigarro y lo fue. También me corté el cordón umbilical de la misma forma. Por eso no me fue difícil juntar sus cosas y empacarlas en una maleta, que por cierto jamás me regresó, llevarlas a su casa, y soportar media hora de insultos y lamentaciones. De no haberlo hecho así, ahora mismo seguiría dudando si esta noche habría sexo, o sesión de quejas y recriminaciones al mundo.