En algún momento también me pregunté cómo fue que me hice de ese hábito, o mejor sería llamarlo deshábito; puesto que un hábito es la repetición de una conducta, de un proceder, en tanto que lo mío, es todo lo contrario, la repetición de un no actuar, no hacer, no decir. Pecado de omisión.
Lo cierto es que he mejorado bastante, por lo menos existe un par de personas con las que puedo medio hablar, medio decir lo que siento, eso es un logro infinito. Aunque quedan resquicios, palabras que no emergen. Si no lo digo de un jalón, ya no digo nada. Y eso no es simpático porque se quedan cientos de frases en mi mente. No lo niego, a veces con un peso específico que se va sumando a los pesos que traigo cargando y que se vuelven un lastre, un freno que no deja continuar.
Dudo si habré de encontrar la fórmula para romper el hechizo que alguien derramó sobre mi boca, que se niega a pronunciar ciertas palabras, en el momento más inoportuno. Si hiciera una lista de situaciones que requerían hablar y no lo hice, además de ocioso, sería interminable. Cisma entre mente, cerebro y órgano.
A pesar de ello, me han dicho ocasionalmente que les agrada hablar conmigo y yo me río en mis adentros, ¿hablar? si generalmente sólo escucho y acaso menciono algo que pretende ser inteligente. Aunque mi proceso mental genere ideas cada segundo, ideas que se quedan en estado potencial, a la espera de que llegue la persona adecuada para escucharlas.