El chiquilín era de mis mejores amigos en la escuela primaria. Aunque de edad era mayor que yo - me inscribieron a segundo grado cuando tenía cinco años - mi estatura me hacía ver más grande que él. Por eso, siempre tenía que andar haciéndole el paro con los gandallas de la escuela.
No es que yo fuera muy valiente o bueno para el pleito, fue sólo que me hice de cierta fama cuando me agarré a medio patio con el Julio. Aunque tenía más ganas de llorar que de pelear, cerré los ojos y me puse a soltar golpes y patadas sin parar, alguno de ellos le dio en la nariz y le saqué sangre. Días después un primo del Julio, que iba en la tarde, me esperó a la salida para vengar a su primo. También di cuenta de él. Eso fue suficiente para que se corriera la voz de que conmigo había que andarse con cuidado.
El chiquilin era el encargado de cantar el Himno Nacional, todos los lunes en las ceremonias. Imagínate la carrilla que le tiraban. Por lo menos dos veces a la semana había que pelear para que lo dejarán en paz. A cambio invitaba los chicharrones con cueritos o las paletas, a la salida.
Hace un par de días lo encontré por la colonia, después de más de veinte años de no verlo, caminaba con su madre. Muy feliz le saludé -Qué onda chiquilín-. Su mamá, muy molesta, me dijo: - Y usted cómo se llama -le dije mi nombre. -Ah, pues él se llama Miguel Ángel y a usted no le gustaría que le dijeran un apodo que desde niño le molesta¿no?. Me quedé en silencio. A mí siempre me gustó que me dijeran "chainis", mi familia aún me llama así. Adiós Miguel Ángel, le dije, y seguí caminando, pensando en cómo fue que su madre se convirtió en su guarura, tomando el papel que yo ejercí durante los cinco años que estudiamos juntos. Creo que debo anotarlo en la lista de personas a quienes he dañado. A él, por no dejar que se defendiera solo.