Ella cayó al piso llorando a grito tendido. Su esposo la mira. Llora también. Se observa la palma de la mano con que ha golpeado a la mujer. Se desatiende de ella y en un arranque de coraje arremete contra los vasos y platos que están sobre la mesa, los arroja contra la pared. Ninguno de los dos ha parado de llorar y de gritar.
Él intenta abrazar a su esposa, recibe como respuesta un jalón de cabello. Su larga melena, como de rockero ochentero, sufre las consecuencias. La aprieta contra sí, le pide perdón, ella le dice que se largará de ese lugar, que es la última vez que la verá, que se arrepiente de haberse casado con él, que hubiera preferido quedarse sola por el resto de su vida.
Él sale de su pequeña vivienda: un cuarto que hace de sala, cocina, recamara y comedor, con un baño de un metro cuadrado. Como siempre viene a buscarme a casa, casi son las cuatro de la tarde.
Hemos sido amigos desde niños, crecimos juntos, hicimos historia recorriendo lugares divertidos, peligrosos, hasta prohibidos. Siempre a escondidas de mi madre y de su abuela. Como la vez que nos fuimos a la recien inaugurada central de abasto a pescarnos del primer camión rabón que encontramos. Le preguntamos al chofer a dónde se dirigía, Veracruz era su destino, y por extensión, también el nuestro. Estuvimos dos días por aquellas tierras, juntamos un poco de dinero ayudando en un muelle. Allí mismo conseguimos transporte de regreso, en un torton que entregaría naranja en el DF. Él tenía catorce años, yo tenía doce.
Ahora, muchos años después, nos embriagábamos mientras me contaba de su nueva pelea. Por lo de siempre, la falta de dinero. Era tan tradicional el pleito diario con su esposa que habíamos convenido en que su himno sería la canción, que escuchábamos en ese momento, de Silvio Rodríguez: "...Aprendí de un buen amigo a pegarle a mi mujer / a llevar los pantalones, como es la tradición / y ella iba a mi trabajo / para sorprenderme en algo ilegal..."
Lo corrí de mi casa después de las doce de la noche.
Cuando regrese a su cuartucho encontrará vacía la caja donde ella guardaba su ropa. Notará que se llevó la pequeña grabadora en que sólo podían escuchar la radio. Él tomará tequila por los próximos ocho días. Yo lo acompañaré por momentos. Y en un tugurio cercano a cárcel de mujeres, conocerá a una mesera, madre de tres niños, con la que dormirá por varias semanas, con la que conocerá nuevos vicios cuando la lleve a vivir consigo en su mísero cuarto de alquiler, donde ella morirá por una sobredosis y él quedará a cargo de los niños.
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