De nuevo en el silencio, tres días sin apenas pronunciar un sí, un no, o un "mjam". Había olvidado el por qué de aquella decisión de alquilar el departamento de Centauro.
Ver tras la ventana el bullicio de la colonia. Una señora lava su patio. El señor del microbús arregla, o al menos eso intenta, algo de su motor. Y en la esquina de la calle, un perro marca su territorio.
Tras las fiestas de fin de año regresa la calma. En casa, esperando el momento para entrar en acción, entrenando mentalmente operaciones matemáticas, encontrar el algoritmo para resolver multiplicaciones hasta el infinito. Fortaleciendo internamente a mi genio de la lámpara. Haciendo lo posible para evitar escribir de cosas que raspan. Identificando prioridades. Encontrarme con el mismo que he sido, si no es que ahora sea diferente, quizá más tolerante, más seguro, más prudente. Creo que ha tenido mejores resultados este encuentro que algunos anteriores.
Si bien es cierto que de repente se extraña a ciertas compañías que por azares del destino compartieron horas con uno, el reinventarse es asunto de todos los días. Así se evita que la mente divague y que sea más duro el silencio.
En las mañanas mientras realizo mi hora de ejercicio -sí, por fin he regresado, cinco am puntual- me ha dado por recordar aquello de Horacio Guarany: "Ahora viene el silencio / ahora duermen los hombres / y quietas están sus manos / ahora desde el lejano cañadón de los misterios / viene el duende lento y serio del sueño y las esperanzas / ahora todo se alcanza / ahora el pueblo dormido / va subiendo al prometido atalaya del descanso / y ahora que el gesto es manso / y está el cuerpo relajado / del hombre que ha trabajado /guitarra súbeme...". Y yo, aprieto el paso. Al fin que la pista ya no se ve tan grande como hace una semana; que mis piernas ya no flaquean; que mis pulmones pueden oxigenar hasta mi cerebro de una inhalación; que logré dar las cuatro vueltas a paso firme, casi veloz. Como si al final de esta pista, de parque público, estuviera alguien, esperándome.
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