Qué curioso que las matemáticas sean el reflejo de la armonía del universo. Si algo puede ser descrito con un modelo matemático es porque se trata de algo cuyas partes pertenecen a un modelo armonioso. Por ejemplo la música.
Espero la media noche para subir a mi terraza y tumbarme en un tapete a mirar el cielo. No sé qué espero ver, no sé si pretendo encontrar algo, supongo que no. Porque si tuviera un propósito astronómico, seguro tendría un telescopio. Y mi observar es a simple vista, acaso con mis anteojos, que no necesito, pero que siempre uso.
Más bien lo que me gusta de esa práctica es sentir la armonía que hay en el todo. Y por extensión, si en el todo hay armonía y yo soy parte del todo, es atinado pensar que yo soy armonioso.
La noche y yo somos uno. Me pierdo en su cabellera negra, en su oscuridad. Pequeño punto infinito en la eterna dimensión. Como un lunar diminuto en el cuerpo hermoso de una dama. Alterno la vista de norte a sur, saludo también al este y oeste. Hago un ritual ceremonioso para ver que nada falte. Ahí están todos los cuerpos vistos la noche anterior, tal vez con excepción de alguna luz que ya no existe. Pero en términos generales, todo está en su sitio.
Por fin encuentro el sentido de esta novedosa conducta: quiero elegir un planeta para hacerme de él. Tenerlo listo para que, llegado el momento, lo envuelva en un pañuelo y te lo entregue en custodia, posiblemente te lo cambie por un beso, único elemento capaz de provocarme un sentido similar a contemplar el universo.
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